05) Estalló el escándalo – Testimonio Martina, lesbiana liberada.

Comencé a trabajar con los jóvenes de la congregación. Nadie sabia nuestro secreto, éramos muy prudentes. Ella tenía una mejor amiga, también de la iglesia, además su socia en un negocio, quien de pronto comenzó a sospechar. Un día llegó el pastor de mi iglesia, viajó de la ciudad donde estaban mis padres, directo a donde yo estaba viviendo, para hablar conmigo. Me dijo que los máximos líderes de la iglesia sabían lo que estaba pasando entre nosotras, que yo debía regresar, porque si no esto iba a estallar y sería un problema grave. Yo quede con miedo, pero a la vez con mucha pena. Llevábamos casi un año juntas y no queríamos separarnos. Comencé a ver que mucha gente nos miraba con recelo. Decidimos terminar con lo nuestro, ya que también su madre comenzó a sospechar. Una noche, sin despedirme de nadie, tomé un bus y regresé a la casa de mis padres. Tampoco ellos sospechaban nada, no tenían idea de lo que pasaba con mi vida. Sólo sabían que estaba trabajando y viviendo en casa de una hermana de mi iglesia.

Estaba ya de regreso en mi casa cuando estallo el escándalo: su madre se enteró y toda la iglesia lo supo. El director de la denominación se encargó de publicarlo por todos lados. Les advirtió que tuvieran cuidado con la “hermana pervertida”, que me vigilaran. Esa iglesia fue lapidaria conmigo y con esta chica. Ella sufrió más el escarnio y maltrato que yo, y terminó saliendo de la iglesia para nunca más volver. Su madre le prohibió nombrarme en su casa, bajo la amenaza de lanzarla a la calle si se enteraba que había comunicación entre las dos.

Me deprimí profundamente. Caminaba como zombi en las calles, nada tenía sentido. Dejé de asistir regularmente a la iglesia. Mis pastores no sabían como ayudarme, tampoco me interesaba ser ayudada, sólo pensaba en morirme. Afortunadamente mis papás no se enteraron. Lloraba todo el día, con vergüenza, con rabia, con decepción, con nostalgia, con angustia, porque no podía sacarme ese amor por ella, ni cómo hacer desaparecer todo lo vivido. Me preguntaba constantemente si sería posible alguna vez sacarme ese maldito lesbianismo de encima, y ser normal como todos.

Una noche de Navidad lloraba en la cama, le reclamaba a Dios que no me ayudaba. Dejé de llorar bruscamente, y decidí quitarme la vida. Estaba totalmente resuelta: iba a sacar un cuchillo de la cocina, entraría a la bañera para cortarme las venas, y me quedaría ahí hasta desangrarme. Así, en la mañana, cuando alguien fuera al baño, me encontraría muerta y acabaría con todo. Cuando me iba a levantar no podía moverme: mi cuerpo estaba paralizado. Por más que intentaba no podía moverme.

Comencé a pelear con Dios, le decía: “¡Déjame! Ni tú ni nadie ha podido ayudarme, déjame morir. No hay respuesta para mí, nací así y nada me ha hacho cambiar. Tú has guardado silencio todo este tiempo con este problema en mi vida, así que déjame morir”. Luché horas con Dios, sin poder mover un dedo, con los ojos abiertos. Hasta que me quedé dormida profundamente. Dios no permitió que me quitara la vida, porque sus planes me estaban llevando a un destino más seguro.

Con el tiempo me recuperé de la depresión sin tomar medicamentos. No volví a buscar una mujer. Me aterrorizaba la idea de sufrir, que volvieran a apuntarme y masacrarme como lo hizo la iglesia. Participaba esporádicamente en la iglesia, pero ya no tenia cargos. Tampoco me interesaban, la iglesia me sabía amargo.

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