Por: Manfred Svensson.
Ignoraba, como todos, lo que ocurriría a Daniel Zamudio, si acaso podría o no continuar con su vida. Esperaba, como todos, que así fuera; repudié, como todos, la barbarie del ataque que sufrió. Y digo “barbarie” por decir algo, pues, como todos, al leer la descripción de lo que padeció quedo más bien sin palabras. Y enfatizo este “como todos”, porque creo que es algo significativo lo que sale a la luz cuando un mismo hecho provoca en todos nosotros un mismo tipo de indignación moral; parece salir a la luz que hay algo inscrito en el corazón de los hombres… Al mismo tiempo, no puedo ocultar que no pienso como “todos” en las conclusiones que a partir de ahí se está sacando. Creo que de la tragedia que presenciamos se puede sacar enseñanzas bien distintas de las que se está sugiriendo.
¿A qué me refiero? En primer lugar, a quienes con renovado ímpetu se apuran en afirmar que no hay problema moral alguno involucrado en la homosexualidad. Desde luego, la presente nota no es el lugar para entrar a discutir por qué podría o no serlo, pero sí puede ser un lugar adecuado para notar el tipo de vínculo que se pretende establecer entre esa discusión y la violencia sufrida por Daniel Zamudio: hay quienes creen que se reducirá la violencia con el simple repetirnos unos a otros (y sobre todo a nuestros hijos) que la homosexualidad no es algo malo. “No hay nada malo, sólo modos de vida diferentes”, escriben algunos amigos en Facebook, genuinamente preocupados por cómo nos trataremos unos a otros si no se les hace caso en esto. Pero la lógica que está detrás de eso me parece sumamente preocupante, trátese del tema que sea. Porque el supuesto parece ser que si realmente estuviéramos ante algo malo, no habría problema en erradicarlo con violencia. Decir algo que sea reducible a una fórmula del tipo “como la homosexualidad no es algo malo, no hay que golpear a los homosexuales” es sencillamente aterrador. Pero me temo que, aunque como una premisa inconsciente, ésa es de hecho la convicción que se está instalando en nuestra sociedad: adivinen lo que piensan estos conciudadanos respecto de cómo tratar lo que sí encuentran malo. Lo estamos viendo, en la facilidad que tiene el discurso contemporáneo de no discriminación para convivir con actitudes de violencia civil significativa ante cosas que se diagnostican como malas. Si tengo algo de razón en esto, un correctivo se podría formular así: piénsese lo que se piense respecto de la homosexualidad (o respecto de lo que sea), es sano fomentar una educación para el conflicto, abrirnos a que se pueda designar distintos modos de vida como malos y enseñar al mismo tiempo cómo vivir unos con otros en respeto y cuidado –sin eliminar el conflicto entre las visiones opuestas de la realidad.
En segundo lugar, pienso en reacciones como la del Movilh, con su solicitud de que una eventual ley antidiscriminación lleve el nombre de este joven (y por favor, digamos “este joven” o “Daniel Zamudio”, no “este joven homosexual”, como si eso fuera lo que lo define). El Ministro del Interior también ha aprovechado el caso para promover dicho proyecto de ley y ha calificado el ataque como “un acto de intolerancia criminal”. Sobre el carácter criminal del acto, nadie tiene dudas. Pero a decir verdad, que el ministro no tenga otra palabra para designar esa violencia que recurriendo a la noción de intolerancia, y que bajo este caso se promocione la ley de antidiscriminación, da testimonio no de la conmoción que nos debe causar esta tragedia, sino de la confusión conceptual reinante (¿no podrían al menos darse el trabajo de diferenciar las políticas de tolerancia de las de no discriminación?). Pues esto no es un caso de intolerancia, salvo que “intolerancia” sea el único término que quede en nuestro vocabulario para designar el mal. Y eso es lo más probable: se reconoce que hay algo que debe ser repudiado, pero se ha carcomido casi todo lo que podría dar soporte a ese tipo de juicios; entonces, sólo nos queda un término al cual acudir… Creo que esa falta de un discurso moral más robusto y diferenciado sólo puede redundar en malos diagnósticos e igualmente malas soluciones.
Eso nos conduce a la pregunta respecto de si acaso efectivamente necesitamos una nueva ley. Ésa es una cuestión demasiado larga para tratarla aquí, pero quien conozca el prontuario de los agresores ya se habrá dado cuenta de que no estamos ante un caso de discriminación hacia algún grupo humano que requiera de alguna nueva ley para ser protegido (¿algún heterosexual se sentiría seguro en compañía de los agresores de Zamudio?). Es más: ¿tiene sentido siquiera decir que padeció un caso de discriminación? Francamente, incluso el carácter de “indiscriminada” parece describir con más precisión el tipo de violencia que sufrió; y si es así, las causas de la violencia son harto más complejas que una homofobia. Hay, por lo demás, algo de desvergonzado en la pretensión de que al Estado le falten herramientas legales para responder a dicha violencia: con una ley de no discriminación puede ampliarse desmedidamente el campo de acción del Estado en materia de creencias; pero el caldo de cultivo para eso es que el Estado no cumple el papel que sí tiene asignado. Al menos yo, en lugar de avergonzarme de políticos que rechazan la ley de no discriminación, me avergüenzo de los que se escudan en la ausencia de ésta para no trabajar más vigorosamente, y más de raíz, por la paz de nuestra ciudad.
Queda, por cierto, un último argumento por considerar: está claro, creo, que la violencia física puede ser castigada sin cambios legales como los propuestos; la única “mejoría” que tal cambio puede traer es acabar con la “violencia filosófica”. Ante eso, cabe desde luego hacer más preguntas y distinciones. Que haya algunos tipos de violencia verbal o incitaciones al odio que puedan o deban ser proscritos, es algo a cuya discusión uno puede estar abierto. Pero la pretensión es muchas veces mayor que ésa y se combina, además, con la actitud de cristianos que se sienten algo culpables por situaciones como ésta (“si nosotros hemos enseñado que la homosexualidad está mal, ¿no somos casi coautores intelectuales de la golpiza?”). Se podría responder, algo crudamente, que el problema de los agresores de Zamudio difícilmente es haber estado sobreexpuestos a teología moral clásica. Pero la verdad es que la objeción que se plantea implica un proceso algo más gradual: nadie sugiere que estos “neonazis” hubiesen leído un texto de Tomás de Aquino o Calvino sobre la homosexualidad y que, basados en éste, hubiesen procedido a su cobarde acto. Más bien se sugiere una reacción en cadena: de los grandes y sofisticados mamotretos teológicos saldría luego una siguiente capa de “intelectuales” que difunden una versión más burda, y luego la doctrina pasa más y más abajo, hasta llegar al más bajo escalafón, en que la gente ve al homosexual mismo como alguien considerado antinatural, que debe ser arrancado de la faz de la tierra. Si es así, insinúan, sería mejor cuanto más atrás se interrumpe la cadena. Honestamente, creo que este tipo de explicación es tan fantasiosa en sus versiones burdas como en las sofisticadas. Creo también que implica cerrar los ojos a los verdaderos orígenes de la violencia. Pero supongamos que fuera verdad, ¿qué se seguiría de ahí?
Hasta donde yo puedo ver, lo que se seguiría es la necesidad no de cambiar una enseñanza, no de cortar la cadena lo más atrás posible, en su mismo inicio, sino por el contrario la necesidad de transmitir la enseñanza de un modo íntegro desde arriba hasta abajo, cuidando de que en cada detalle y en cada paso del escalafón sea bien transmitida, y bien transmitidos los modos de relacionarnos con quienes piensan o viven de otro modo. Por decirlo de otro modo: si la publicidad en sentido contrario no nos nublara la vista, creo que a todos nos parecería bastante natural la afirmación de que tragedias como ésta muestran no lo mucho, sino lo poco, que ha penetrado el cristianismo entre nosotros.
Dejar una contestacion
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.