Por Franco Contador
Cuenta la historia que hace mucho tiempo, un Domingo temprano en la mañana, en una iglesia señera, estaban dos hermanos apostados con ganas de compartir el mensaje del evangelio e invitar (porqué no) a mucha gente a conocer la realidad de Jesús y de lo que puede aportar a la vida de un hombre.
Los dos hermanos, con mucha convicción, esperaban pacientemente a cualquiera que pasara por el frente de la iglesia y cuando alguno miraba hacia dentro, la invitación llegaba de inmediato: «Pase usted no más. Aquí Dios se encargará de cambiar su vida».
Y fue así como un día, del cual nadie tiene memoria que siendo la hora del culto aparece Satanás, con olor a azufre y con sangre aún de sus crímenes. Y los hermanos, como siervos obedientes, le hicieron la invitación de rigor: “Pase usted a la casa del Señor, sea bienvenido”.
«¡Pero cómo!» respondió con prisa Satanás. «¿No se dan cuenta que soy el Diablo y busco la perdición de toda la humanidad?». A lo que ellos respondieron a coro: «Todos tenemos derecho al arrepentimiento. Pase no más, aquí Dios hará la obra».
Y fue así como Satanás entró con la gentil invitación de los hermanos.
Se sentó en la última banca de la iglesia, y como era Domingo (en una reunión que las personas llamaban la Escuela Dominical) escuchando atentamente lo que se decía, con mucha convicción de parte del enseñador, esperando algo seguramente.
Se le pasó la hora y llegó una oportunidad que no esperaba: la hora de dar gracias a Dios. Aunque incómodo se le veía de ver expuesta su real naturaleza, Satanás comenzó diciendo: “Doy gracias a Dios por haberme creado. Me creó perfecto, pero me puse orgulloso. Y fue ahí cuando Dios me expulsó del lugar celestial, y decidí con toda mi fuerza ser un estorbo para su creación más querida: el hombre. Por lo tanto decidí mentir, matar y trastocar todo lo creado por Dios. Aún así creo que Dios todo lo puede, y se que al final de los tiempos, el vencerá y yo seré derrotado».
Contrario a lo esperado, lo último que el Diablo dijo alcanzó grandes vítores de los demás asistentes a ese grupo. Al escuchar los amén, mirando a su alrededor consternado, decide hacer algo que cambiaría todo: “Me quedaré en este lugar, pues nadie te obliga a cambiar”.
Pasó el tiempo, y a nadie le extrañaba el hedor que tenía, ni la sangre en sus vestimentas. Se había logrado mimetizar con las personas, además de hacerse de conocidos, ocupó su talento para influir de a poco en cada persona que se le acercaba.
Fue así como el primer instructor le que conoció dijo: «Usted podría ser un muy buen instructor, dada su experiencia, ¿Qué le parece si lo recomiendo para que usted sea instructor? A lo cual el mismo Satanás, sorprendido, dijo eufóricamente: “¡Si, acepto!”.
Entonces Satanás no se sintió un desconocido frente al público de la iglesia, aunque de vez en cuando le culpaban de un que otra situación. Fue tan cotidiano ver su figura retorcida, que a nadie le parecía extraño encontrárselo, olerlo y sentirlo cerca. Por lo tanto se comportó como uno más de la membresía.
Hacia el ascenso definitivo
Luego de transcurrido mucho tiempo de aquella primera vez en que entró en el templo, Satanás comenzó a entender que nada ni nadie le prohibiría ascender en el escalafón eclesial, y que tan sólo necesitaba decir algo, emocionarse y dejar que todo siguiera igual. Lo único que cambió notoriamente fue su vestimenta: se vistió del mismo modo en que veía a los demás y no conforme con eso, adoptó las costumbres y usanzas de toda la comunidad, sabiendo con seguridad que nada de lo que hiciera tenía consecuencias.
Fingiendo ser un tipo humilde y obediente, tendría a su disposición las voluntades grupales, que llegado el tiempo le daría la suficiente “autoridad”, para ser declarado como el único y efectivo depositario de la voluntad popular de la comunidad.
Como un ser disciplinado cumplió cabalmente cada cosa que se le exigió para “quemar” etapas y convertirse en una persona que jamás fuera cuestionada por nada ni nadie, ya que en cuanto el ser humano se acostumbra a ver algo como natural (aunque sea pernicioso) nada lo sorprende. Y si así fuera, se rasga una que otra vestidura, se canta una alabanza y problema resuelto. A decir de muchos, se sigue caminando en la ruta trazada y en la dirección correcta.
Así entonces, Satanás pasó de ser instructor a ayudante de un encargado. Pasó también después a ser predicador del Evangelio, y como supo utilizar sus nexos políticos (y aunque no diezmaba) el sólo hecho de ser excelente en la mentira y el maestro más grande de la sedición, lo catapultó al diaconato, y luego (por aclamación de sus pares) a convertirse en pastor de una iglesia que aunque anuncie a Dios con palabras, los hechos finales hablan más fuerte que aquellas palabras y se oyen aún más que las hermosas alabanzas.