El 2019. Año que ustedes recordarán por la aparición de un eclipse total en gran parte de Chile, y la floración de la quila.
Ese año también nació mi hijo menor.
Ese año me tocó cubrir la crisis y escándalos de magnitud nacional en la Catedral Evangélica Metodista Pentecostal, dirigida entonces por el obispo Durán; paradójicamente también el aniversario de los 110 años de movimiento pentecostal en nuestro país.
Ese año me llamaron para iniciar y dirigir el departamento de prensa en Radio Corporación. Y debido a eso fui conductor de la transmisión oficial de Tedeum Evangélico, en cadena por los medios cristianos más importantes de Chile.
Ese año nuestros hijos estudiaban en un maravilloso colegio cristiano, y el 31 octubre cumplíamos 10 años de matrimonio con mi esposa. El viernes antes del estallido había dado mi examen de grado, para el magister en Políticas Públicas.
Pero nada resume mejor el 2019 como la sensación que tengo al escribir estas líneas: Desconcierto. Pérdida, rabia.
Han pasado 4 años y la misma sensación subsiste.
Cuando me fui a dormir la noche del 18 de octubre, el reloj del comedor se quedó pegado en las 21:45. El segundero se movía haciendo la pantomima del progreso, pero nos engañó. Era más tarde y no me di cuenta. La situación era más grave de lo que aparecía en las noticias, y no lo sabíamos.
Ese día estábamos perdiendo algunas de las cosas que más amábamos, y tarde lo supimos. De hecho, a la mañana siguiente.
El viernes 18 de octubre de 2019, durante el diario de noticias en Radio Corporación al mediodía, nos llegó información de un cronograma de ataques a diferentes estaciones de metro, en el que se indicaba claramente horas y lugares de convocatoria. Uno de los episodios más recordados ocurrió justo en la estación de metro San Joaquín, pocos minutos después de haber salido de la radio y tomado el tren hacia el centro.
Logré salir de la estación de metro Santa Ana hacia mi oficina en la YMCA de Santiago, como todos los viernes. Eran cerca de las 16:00 horas, y tenía que trabajar en el boletín mensual de la institución, y los preparativos del Centenario 2020.
En el camino varias estaciones, incluyendo Baquedano, estaban cerradas, por lo que el tren no se detuvo. “Disturbios en las afueras”, explicó la desganada voz del conductor.
Recordé las evasiones masivas que estudiantes de algunos liceos del centro habían empezado a realizar días atrás. En la calle el ambiente apestaba a gas lacrimógeno. Hacía calor. Compré un sándwich en el local del venezolano, para aguantar el hambre por la tarde como siempre.
Al llegar a la oficina mi compañero de oficina comentó la noticia: Acababan de cerrar todas las estaciones del centro, por las evasiones masivas y protestas. Según complementó con algo de inquietud la diseñadora: todo el centro era un desastre.
No pasaron muchos minutos, y la ejecutiva de socios interrumpió nuestra normalidad con una instrucción simple: había que desalojar el edificio. En varios tramos del Metro el servicio estaba suspendido, y todos los funcionarios tenían que retirarse para regresar cuanto antes a sus casas.
Pensé que sería como alguna de las otras innumerables protestas en el centro. Caminé por Paseo Ahumada. Llamé al pastor Walter Vega y le dije: “Amigo: ¿Tú quieres ingresar a la política, y ser diputado? Por favor hazlo, pero con todo. Y que estos salvajes que están destruyendo Santiago no tengan ganas de volver a hacerlo nunca más. Porque esta derecha que nos gobierna no va a tener el coraje de pararlos”.
Caminé por Paseo Bulnes hasta Parque Almagro, luego por Santa Isabel hasta Portugal, y de ahí por Irarrázabal hasta San Eugenio, donde tenía estacionado el auto. Éramos cientos de miles caminando a la casa, como si de una película de zombies se tratara.
Supe de gente que caminó mucho más que yo, que se peleó con amigos y familiares ese día mucho más que yo, y que perdió mucho más que yo. Uno de ellos, de su jubilación había invertido $80.000.000 (ochenta millones de pesos) en un local de productos congelados en Vicuña Mackenna, a pasos de la Alameda. Había abierto el local esa semana, y lo perdió todo.
Por poner un solo ejemplo.
Se que mucha gente debe tener razones para sentir más rabia que yo al recordar lo que perdió el 18 de octubre de 2019. Y con mejores razones.
Como el comandante Claudio Crespo, acusado de haberle quitado la vista a un manifestante pacífico que le tiraba piedras a su piquete policial, mientras sacaba fotos en una barricada al costado del Hotel Principado. Lo conocí cuando estaba encerrado en un cuartel de Carabineros. Varios otros policías que defendieron a las instituciones durante esas semanas, no tuvieron la fortuna de poder rehacer sus vidas: están presos.
Cada aniversario del 18 de octubre recuerdo que una protesta me impidió llevar a mi hijo con su brazo quebrado al hospital Calvo Mackenna, y la barricada que tuve que atravesar, contra el tránsito, frente al Hospital Militar para que pudieran atenderlo.
Recuerdo que perdí el trabajo en YMCA Santiago, porque las protestas por dignidad les obligaron a cerrar por semanas y luego despedir a mucha gente.
Recuerdo que el programa de Corporación Noticias se acabó, por razones similares a la dignidad y los 30 pesos que subió el pasaje de Metro.
Recuerdo a la prensa basura rendida ante el octubrismo, mientras profanaban nuestra bandera, nuestros símbolos y lugares de culto.
Recuerdo que dejamos de congregarnos en la iglesia donde éramos miembros, por las protestas incluso día domingo en plena Zona Cero.
El eclipse de sol, la quila florecida y el reloj descompuesto.
Todos perdimos algo. ¿Qué perdiste tú?
¿Dónde está ese país en el que vivíamos, y que supuestamente estaba a un paso del desarrollo?