Llama mucho la atención que después de la multitudinaria convocatoria de ayer aquí en Santiago, desde ahora conocida como «La más grande marcha de la historia», políticos de izquierda y derecha están atribuyéndose la capacidad de interpretar lo que eso significó, algunos incluso atreviéndose a decir que ellos fueron el factor explicativo para la masividad del evento.
El movimiento canalizó un descontento, pero dudo seriamente que ese malestar pueda ser racionalizado por una clase política, o una ideología, que no ha sido incapaz de traducir adecuadamente las demandas políticas de la ciudadanía en el marco institucional vigente.
Dificulto además que algún sector político tenga en lo inmediato la llave maestra para articular peticiones que incluyen desde una Asamblea Constituyente y Nueva Constitución, No más TAG en las autopistas y eliminar el impuesto a las bencinas, fin a las Zonas de Sacrificio, Aborto Libre, Territorio autónomo para el Pueblo Mapuche, fin a los abusos de las empresas de servicios, No más AFP, pensiones dignas, Renuncia del presidente Piñera, y un largo etcétera de demandas válidas.
Los que están en el poder (en su gran mayoría) no han sufrido ni de cerca las dificultades que enfrentamos el común de los chilenos: ellos no usan el consultorio, no usan el transporte público, ellos viven en barrios bien protegidos… ¿Podrá, entonces, leer bien (y aun más interpretar) lo que ocurrió el viernes, y lo que está detrás de los carteles ?
Pero si genera curiosidad que algunos entusiastas han calificado la marcha de ayer como una especie de victoria, y la celebran con esperanza, puesto que sería el inicio de un nuevo Chile.
Lamento decirles a esos entusiastas que no es momento para celebrar una victoria, si no de de poner paños fríos. En primer lugar, el problema de Chile somos los chilenos, y en especial la élite política. Parece obvio, pero que no se nos olvide: los 18 millones de chilenos somos responsables de nuestras propias frustraciones. A menos que el camino sea la revolución, el 2017 hubo una elección que eligió representantes para el Gobierno y el Congreso, y ese era el momento para manifestarse junto a los más de 6 millones 800 mil personas que votaron, y hacer los cambios necesarios.
Los pueblos celebramos cuando obtenemos una victoria. Celebramos cuando estamos felices. Celebramos cuando sucede algo bueno. Pero esta última semana no ha sucedido nada bueno para estar felices, si no la demostración de nuestro fracaso. Del fracaso de todos. Me explico.
Victoria es cuando un equipo de fútbol le gana otro. Victoria es cuando ese equipo de fútbol gana un campeonato. Victoria es cuando podemos derrotar a nuestros enemigos. Victoria es cuando podemos dejar de hacer aquellas cosas que nos hacen mal, y que no se esclavizan. Tenemos victoria cuando podemos sobreponernos a la adversidad. Hay victoria cuando conseguimos ganarle terreno la maldad.
Pero excepto aquellos que quizás están haciendo cálculos políticos, en estos días de convulsión a lo largo de todo Chile nadie ha ganado nada. Hay polarización, hay destrucción, se desataron fuerzas malévolas que utilizaron nuestras debilidades humanas para dejar heridas que costará décadas sanar, y un clima de confrontación entre compatriotas insólito.
Como no es una victoria, hoy les invito no a celebrar, si no a lamentar, meditar, y reflexionar.
Lamentarse por los 19 muertos, once fallecidos en incendios dentro de locales comerciales, uno tras ser golpeado brutalmente por efectivos policiales, cuatro por impacto de bala y otros tres por atropellos.
Lamentarse por aquellas familias que han perdido algún ser querido durante las protestas, o que están heridos de gravedad en un hospital, algunos de ellos sólo por estar en el lugar equivocado a la hora equivocada.
Lamentarse por aquellos trabajadores que durante una semana han tenido dificultades para ir a su trabajo, recorriendo distancias (que ya son lamentables) de las maneras más deprimentes: caminando, haciendo dedo.
Lamentarse por aquellos micro empresarios que lo han perdido todo, víctimas de saqueos e incendios, y a quienes el seguro no les va a pagar nada porque éstos no cubren daños ocasionados durante estado de emergencia.
Lamentarse por aquellos enfermos que han sido privados de recibir tratamiento durante más de una semana. Por aquellos pacientes que no se van a poder operar, porque no llegó el doctor o se fue de Chile.
Lamentarse por aquellos adultos mayores que no han recibido sus pensiones a tiempo, porque están las sucursales cerradas.
Lamentarse por aquellos niños enfermos que no han recibido su medicamento porque la farmacia no atiende, porque se quemó durante un saqueo, o porque los médicos del consultorio se fueron a la marcha.
Lamentemos amargamente el clima de miedo que se instaló durante las protestas, miedo a que te llegue un piedrazo, a que destruyan tus ventanas, a que una bala loca dañe a tus hijos.
Hay que lamentar que, a más de 45 años del Golpe Militar, aún existen grupos políticos que validan la violencia y la revolución como método para imponerse en la calle cuando no ganan en las urnas. Incluso más penoso: que cristianos Evangélicos no condenen con fuerza ese tipo de manifestaciones, buscando contextos para justificar lo injustificable, relativizando y explicando el día en que debieron tomar posturas enérgicas. Lamentemos que al parecer no aprendimos la lección.
Lamentar que los policías y militares estén desacreditados por la ciudadanía (quienes les faltan el respeto al mismo nivel que la clase política, por los casos de corrupción de público conocimiento), que algunos de ellos abusen de su autoridad, y que la mayoría de las veces sean incapaces de contener una horda de salvajes que no respeta nada.
Fracaso de todas las instituciones para identificar las causas de esta crisis y de contener sus consecuencias con el mínimo daño.
¿Cuál es la victoria que alguien quisiera celebrar?
Podría seguir enumerando 20 o 30 razones para lamentar, pero en especial hay más motivos para estar tristes que para estar felices.
La única buena noticia que hoy resplandeció como La Luz de la Aurora fue que los cristianos evangélicos también despertaron. Una comunidad profundamente enraizada en el pueblo chileno, que teniendo tantas cosas en común es capaz de articular un discurso y entregar respuestas coherentes a esta emergencia. Y en especial dar esperanza para aquellos que hoy sólo lamentan y no vislumbran un futuro.