03) Un secreto sin resolver – Testimonio Martina, lesbiana liberada.

En ese tiempo mi padre pidió traslado en la Armada y nos fuimos al sur de Chile. Comencé a congregarme en una iglesia evangélica (pero no donde iba mi familia), a crecer en el conocimiento de la Biblia. Ahí conocí a unos pastores que me acogieron muy bien, estuve 10 años con ellos. Trabajé en la escuela dominical, fui líder de jóvenes, hice evangelismo, prediqué… hice de todo en esa iglesia.

Pero algo pasaba en mi interior, tenía un secreto sin resolver y era mi atracción por las mujeres. Dios sabe que luchaba con todas mis fuerzas por no sentir eso. Sentía culpabilidad, pero no podía arrancarlo de mí. No quería hablarlo con nadie, sentía miedo a que me rechazaran. Un día se lo conté a mis pastores, ellos sólo oraban por mí, pero no supieron ayudarme.

Sufría por tener esos sentimientos, el Diablo vivía acusándome. Cada cierto tiempo tenía sueños eróticos donde yo era un hombre y tenía relaciones con una mujer. Muy a lo lejos me masturbaba con fantasías lésbicas, y después de hacerlo prometía a Dios que no lo volvería a hacer, me sentía la más pecadora del planeta. Mi vida cristiana ya no era tan agradable, porque era más un sufrimiento interno. Quería esa paz que prometía la Palabra de Dios, quería ese gozo, quería esa libertad. Aun estaba sumida en problemas de autoestima: no me amaba, me sentía fea. Me molestaba que los hombres me halagaran o me dijeran que era linda. Simplemente no era feliz.

Pasaron unos años y conocí a un misionero. Comenzamos a ser amigos. Un día el me pidió que fuéramos novios. Yo acepté, pero le dije lo que me pasaba, que sufría y que no sabia que hacer. Él me dijo que intentáramos ser novios, que tal vez se me pasaría. Y comenzamos una relación de novios. Era agradable salir con él, compartir, reírnos juntos, pero jamás logré sentir algo por él. Cuando me besaba me daba asco, evitaba que lo hiciera. Nuestras familias estaban felices, él se enamoró: nos casaríamos y nos íbamos a ir como misioneros. Yo comencé a tener una crisis interna, porque no sentía nada por él, no sabía cómo decírselo.

Un día angustiada hable con él. Le dije que no podía casarme, que no lo amaba, que no había podido sentir algo más que amistad. Él con pena en sus ojos dijo que lo entendía y nos separamos. Yo un tanto triste, pero aliviada de no haber cometido el gran error de mi vida. Pasó el tiempo y tuve un noviazgo breve con otro hermano de la iglesia, pero tampoco resultó. Ahí me prometí que jamás volvería a tener una relación romántica con un hombre. “No es lo mío”, me dije a mi misma. “Bueno, sólo me queda vivir una vida de abstinencia, creo que lo podré sobrellevar. Total, como no siento nada por los hombres, me será fácil vivir sin ellos”. Pero no había considerado que aun me gustaban las mujeres. Creí que como era un sentimiento, y jamás había experimentado nada con nadie, era fácil de manejar. Sólo debía anularlo en mí y todo resuelto. ¡Qué gran error!

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